Cuando me siento mal cambio BRONCA por BRANCA y todo pasa a ser un problema gramatical.

sábado, 19 de febrero de 2011

El hombre invisible

Jugar al hombre invisible no es tan emocionante como lo vemos de chicos.
A veces hay cosas que nos resultan imposibles, inalcanzable, las anhelamos tanto que suponemos que si un día la alcanzáramos, la felicidad absoluta llegaría a nuestras vidas para quedarse.
Mentiras! – Digo gritando – Toda mi infancia mi juego preferido, el que jugaba antes de dormir sin contarle a nadie, fue el hombre invisible: imaginar que podías meterte donde quisieras a ver las cosas que pasaban mientras vos no estabas, principalmente mientras los demás pensaban que estaban solos, ya que cuando estamos bajo la única compañía de nuestra propia soledad, somos realmente nosotros, con nuestros errores y nuestros aciertos, con aquellas cosas que nos encanta hacer pero que jamás haríamos en público: conquistar el espejo, besar nuestra almohada sin que nos importen la plumas, como si fuera la mujer de nuestras vidas y no nos molestara en lo más mínimo que no se afeitase en invierno, y tantas otras cosas que hoy me dan vergüenza contar, por más que ustedes no sepan quién soy, por más cierto que sea que jamás vayan a conocerme.
La idea me tentó e inmediatamente miré a mí alrededor buscando a alguien que me convenciera de quedarme en el molde. Absolutamente todos avalaban mi idea, es decir, ninguno se percataba de mi existencia. Si vamos a hacer esto, que valga la pena – pensé para mis adentros, aunque ya a estas alturas, los confundo con mis afueras sin que eso signifique pensar en voz alta -. Por supuesto y tal como ustedes lo sospechan, fui a su casa: si este era mi último día en este estado y con estas posibilidades, quería darme el gusto de verla en la intimidad, y si por el contrario, este estado seguía por el resto de mis aburridos días… no importa, igualmente quería que ella fuera la primera que disfrutara sin saberlo de mi ausencia presencial.

A estas alturas cualquiera de los lectores pensará de mí que soy un pervertido, solo porque sacaron de contexto eso de verla en la intimidad. Nada más quisiera aclararles que no pueden estar más lejos de la realidad: para mí, verla en la intimidad no era ver como se bañaba, ni mucho menos aprovecharme visualmente de su desnudez, no señores: cuando uno se enamora, estas cosas pasan a segundo plano (a diferencia de cuando uno se calienta) y no me dejen mentir: ninguno de ustedes ha osado masturbarse pensando en la mujer que ama ( y pienso que esto rige para los dos géneros), es algo que uno no se permite al menos hasta dos meses después de comenzada la relación. Está claro que en mi caso la relación jamás comenzaría, por lo tanto estaba condenado a amarla en su pulcritud, sin siquiera pensar en verla mientras se cambiaba.
Pero para que me entiendan mejor, volvamos un poco en el tiempo:
Ella para mí, jamás sería una mujer cualquiera: recuerdo cuando nos conocimos tenía apenas doce tiernos años, recuerdo que yo también los tenía (aunque no tan tiernos). Recuerdo que no podía dejar de mirarla, que la timidez me hacía correr la vista cuando sin quererlo me cruzaba la mirada; que la primera vez que le hablé,  no pude decir más de dos sílabas antes de que se me empezara a entrecortar la voz; que la dulzura azul que dispersaba su mirada no me dejaba mirarla a los ojos sin que se me hiciera un nudo de corbata en el estómago y se liberara en él una invasión de mariposas aterciopeladas.
Después… entreverada entre tanta dulzura… simplemente desapareció.
Nadie sabe, ni siquiera yo mismo recuerdo cuanto me dolió dejar de verla de un día para el otro, como si la hubieran abducido desde quien sabe que nave; nadie sabe cuánto me costó, pero supongo que las ausencias generan olvidos involuntarios, y así pasó: la olvidé, la borré de mi memoria.
Algún vestigio debe haber quedado de ella en mi subconsciente, como las secuelas a largo plazo de una rara enfermedad, porque bastó con volver a verla hace unas semanas atrás en la cola del banco para que todo eso que pasaba en mi estomago saliera de la caja de olvidos involuntarios en la que descansaban hace tiempo y volvieran a mi zona abdominal. Y bastó también con que me contara de su tan feliz relación, para que otra vez, como hace doce años, se me partiera no se qué parte en el pecho, sin poder gritar del dolor.

Hoy finalmente me decido y entro, sin violentar cerraduras, sin romper ningún vidrio. Mi cuerpo ya no reconoce barreras materiales. En las penumbras de una habitación traslucida por la luz de la luna llena, está ella en inocente posición horizontal, dormida sobre la cama sin desarmar, como si el sueño le hubiese ganado antes de correr las sábanas. Me acerco, respiro muy cerca de ella y hasta pienso que podría despertarla, pero mi respiración ya no es como antes. Solo atino a quedarme ahí, contemplando como quien ve un paisaje majestuoso. De la nada, como parte de un sueño delator, susurra un nombre, me quedo frío. Un temblor recorre mi cuerpo, después…  después impotencia.
En el juego, el hombre invisible tomaba una píldora y recuperaba su visibilidad, eso es lo que quiero hacer, despertarla y decirle que ahí estoy, pero es imposible: jugar al hombre invisible  era mágico cando era un juego, jamás pensé que en la realidad pudiera dolerme tanto.

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