Uno.
Aquel
veinticuatro estuve a punto de tirar la toalla antes de noche buena.
Si
es que hay un día en que me arrepiento de haber sido enfermero es en vísperas
de navidad, el veinticuatro de diciembre
entrada la tardecita.
Podría arrepentirme de mi oficio por muchos motivos y en
muchos momentos. Podría haberlo hecho cuando la mitad de mis compañeros de
salida me catalogaban de puto por la carrera que había elegido (terminé
tapándoles la boca la vez que me vieron manejando el lujoso Audi A4 de la doctora
más joven, más rubia y más buena del círculo médico provincial), también podría
haber tirado todo al diablo cada vez que la mamá de un nene dolorido por un pinchazo
me trató de incompetente / insensible / incomprensible y cuantas palabras
comenzadas en “in” Ud. se imagine (sí, no se ría… también insecto), pero no lo
hice. En ninguno de los momentos
desalentadores de mi carrera se me ocurrió arrepentirme de mi vocación hasta
que llegó el primer veinticuatro de diciembre y me di cuenta de que cada año que
me tocara pasarlo en el hospital, tendría que hacer el esfuerzo sobrehumano de
no presentar la renuncia, de aguantármela hasta el otro día, cuando sabía que
las cosas volverían a la normalidad.