Cuando me siento mal cambio BRONCA por BRANCA y todo pasa a ser un problema gramatical.

viernes, 4 de febrero de 2011

Ella, la sumisa.

Una fila serpentea por todo el lugar. Suspiros, abucheos, un cajero se levanta al baño mientras la mitad de la fila le recuerda los vicios de su madre. La gente en los bancos se vuelve misteriosamente intolerable y eso, aunque misterioso, es algo lógico: los bancos son los únicos lugares en donde hay que hacer cola para pagar.
Yo no me exaspero, al contrario, debo ser el más tranquilo de la fila, sospecho que la gente en unos minutos también se va a enojar con migo por estar tan tranquilo, mi bajo perfil (o mi cobardía si es que así quieren llamarlo) me impide emitir sonido alguno de agravio contra la entidad o sus trabajadores. Aprovecho el tiempo en la cola para filosofar sobre algunos temas que me dan vueltas por la cabeza, hoy me ocupo de lo compleja que es la sociedad y sus prejuicios. Algo interrumpe mi vuelo, algo llama mi atención, un frío seguido de petrificación recorre mi cuerpo de pies a cabeza y endurece hasta esas zonas que uno evita endurecer cuando lleva pantalón de vestir.
A diez o doce personas de la caja (esta es la unidad de medida universal que rige en los bancos), inspeccionando sus uñas y tratando de no caer en la vulgaridad del deshonor hacia los cajeros, una cabellera castaña que acabo de reconocer, hace que mi mente se aleje de la realidad del banco y comience a tener pequeños pantallazos de mi tan feliz adolescencia (todavía no se de que adolecía, pero así le dicen a esa etapa).
Secundaria: cigarro en la hora de lectura, recreos interminables, ella que mira yo que la miro, aviones de papel que atentan contra los preceptores, las miradas no se cortan, está todo dicho: mientras dos de quinto le pegan al gordito nuevo de primero, nosotros, con solo una mirada que duró eternos segundos, acabamos de pactar que afuera, lejos de toda esa monotonía diaria, definiremos nuestra situación.
No hemos hablado más de dos veces en nuestra vida, y las charlas se redujeron a saludos y cumplidos de esos que emite la gente cuando se cruza por ahí: Hola, que tal – dice uno -, bien – responde dos – para que uno culmine con el cumplido más escuchado de todos los tiempos: me alegro.
Más allá del inconveniente de apenas saber su nombre, se que a la salida los dos querremos hablar de lo mismo (y no hace falta que explique). Pienso y ensayo todas mis palabras – ella no parece ser de esas que se conforman con frases universales para este tipo de situaciones – debo ser original.
Ya todo está pensado y voy saliendo de la escuela mientras repaso todo lo que diré.
Una silueta femenina, aparentemente rubia (no distingo porque voy pensando), se para frente a mi como esperando un gesto de sorpresa, como estás? – dice fingiendo dulzura – y consigue el gesto que estaba buscando: la que hasta dos semanas atrás fuese la mujer de mi vida, aquella que decidió dejarme por uno de quinto, hoy me pregunta como estoy, como si no me hubiera costado secar las lágrimas de la almohada y comenzar a olvidarla, me pregunta como estoy. Ella es de la clase de mujeres que dejan a alguien sólo para después sentirse extrañadas, eso les da una rara satisfacción, sarcasmo, pero yo creo que en realidad se preocupa por mi. Bien, vos? – Indago – mientras se borran todas las palabras que tenía pensadas para la otra, la sumisa, la que espera afuera expectante a mi salida. La desalmada de mi actual ex responde a mi pregunta con vos aparentemente dulce: bien – dice – y me alegro que vos también lo estés – remata - y logra que yo, estúpido, me olvide de haberla olvidado y comience a fantasear con volver al viejo amor.
Seguimos nuestros caminos, salgo de la escuela. Ella, la sumisa, todavía espera afuera, pero mis sentimientos han cambiado, solo atino a enfrentarme y con vos tajante decir: disculpa, pero vengo de una relación algo complicada, y estamos tratando de rehacerla (y lo peor es que yo mismo me creo la frase). No hay problema – dice con la vos cortada – solo quería que sepas que me gustás – culmina mientras baja la cabeza y emprende su interrumpido regreso -.
Demás está decir que mi ex solo me histeriqueaba, y que me arrepentí de haberle y haberme mentido de esa manera a ella, la sumisa, y a mi.
Ya hacen largos doce años de la situación que me llevó a querer extirpar mis testículos por largos meses, ya no recuerdo cuantos. Ahora ella espera su turno, de espaldas a mi, aireando su pelo de tanto en tanto y haciendo que ese ademán me estremezca hasta el último centímetro de uña del dedo gordo del pié derecho, y digo solo del derecho porque en el izquierdo sufro de insensibilidad cuando estoy mucho tiempo parado.
Debo pensar rápido, inventar algo para entablar una conversación, nada se me ocurre y trascartón, tengo el problema de abstraerme de la realidad cuando pienso muy intensamente.
Así estoy en la cola, abstraído de la realidad, pensando una estrategia, cuando alguien se ve con derecho a interrumpirme: como estás? – pregunta - y se me acaban de quemar todos los papeles: ella ya terminó su turno, salió de la cola y me encontró, posiblemente mirando el techo, boquiabierta, como suelo ponerme cuando me abstraigo de la realidad. Las siguientes palabras que salen de mi boca no son muy memorables, ni siquiera son palabras, sino sílabas entrecortadas, y sinceramente no recuerdo la conversación (porque la memoria es selectiva y me hace olvidar de mis papelones), solo recuerdo las últimas dos líneas:
- Vamos a almorzar?.
- Dale!
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Lo que me imaginaba como un almuerzo antesala para una salida nocturna, terminó, muy para mi sorpresa con ella (la sumisa, la que hace doce años me esperaba fuera de la escuela para que yo cometiera el que hoy distingo como el peor error de mi vida), contándome lo bien que le había ido, a saber: Su feliz noviazgo y futuro matrimonio con un adventista chileno, futuro abogado, de doble apellido y por lo tanto de buen pasar; su último y reciente logro como psicóloga a punto de abrir su propio consultorio y otros detalles que no me gustaría traer a colación.
El resto del almuerzo transcurrió sin mayores complicaciones, tal como debía después de tamaña declaración que no jugaba a mi favor, me comporté (muy a mi pesar) como un conocido que solo se interesa en charlar para despuntar el vicio, y no con fines sentimentales ocultos. La despedida fue simple, y el viaje de regreso a casa se volvió una tortura, me acordé nuevamente de mis testículos pero al fin los dejé en paz – si me iba a amputar un miembro por cada desencuentro generado por mi propia negligencia, no me quedaban ya muchas chances, ni muchos miembros - recordé entonces una estadística leída al pasar: el 75% de los matrimonios terminan en divorcio, y un 80% de esa porción no tarda más de cinco años en llegar a la separación.
Me tranquilicé: sabía que si ella formaba parte de las mayorías estadísticas, se casaría con el abogado de buen pasar, tendría hijos (aproximadamente dos) y a los cinco años – meses más, meses menos – se cansaría de la monotonía de su vida tan segura, se aburriría de su matrimonio (los abogados no solo aburren en los tribunales, dicen que en la cama también, dicen) y se divorciaría. En ese momento, cuando yo viera en la situación sentimental de su facebook “es complicado”, y semanas más tarde “divorciada”: sería el momento de entrar a escena, de ser su LADO B, la parte feliz de su segura y monótona vida, un diclofenac para su corazón entumecido.
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Hoy la veo desde arriba, todavía consternada en esa esquina, tan sumisa como en la secundaria, se (y un poco me gusta) que ella también me tenía dentro de sus posibles segundas oportunidades, solo eso me tranquiliza. Ahora, desde mi posición será un tanto complicado, tendré que conformarme con saber que esta vez no fue mi culpa, que no fui yo, sino el destino el que dejó a esta historia sin una mínima posibilidad de un final feliz.

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