Cuando me siento mal cambio BRONCA por BRANCA y todo pasa a ser un problema gramatical.

lunes, 21 de enero de 2013

Navidades paralelas


Uno.

Aquel veinticuatro estuve a punto de tirar la toalla antes de noche buena.  

Si es que hay un día en que me arrepiento de haber sido enfermero es en vísperas de navidad,  el veinticuatro de diciembre entrada la tardecita. 

Podría arrepentirme de mi oficio por muchos motivos y en muchos momentos. Podría haberlo hecho cuando la mitad de mis compañeros de salida me catalogaban de puto por la carrera que había elegido (terminé tapándoles la boca la vez que me vieron manejando el lujoso Audi A4 de la doctora más joven, más rubia y más buena del círculo médico provincial), también podría haber tirado todo al diablo cada vez que la mamá de un nene dolorido por un pinchazo me trató de incompetente / insensible / incomprensible y cuantas palabras comenzadas en “in” Ud. se imagine  (sí, no se ría… también insecto), pero no lo hice.  En ninguno de los momentos desalentadores de mi carrera se me ocurrió arrepentirme de mi vocación hasta que llegó el primer veinticuatro de diciembre y me di cuenta de que cada año que me tocara pasarlo en el hospital, tendría que hacer el esfuerzo sobrehumano de no presentar la renuncia, de aguantármela hasta el otro día, cuando sabía que las cosas volverían a la normalidad.


Para que se dé una idea, en cualquier hospital normal la noche buena pasa volando, y la velocidad del paso de los segundos es directamente proporcional al tamaño de la ciudad de la que estemos hablando. Los quemados con pirotecnia son moneda corriente a partir de las ocho de la noche. Al noventa y nueve coma nueve por ciento de los casos se les olvida largar el petardo después de prenderlo o bien  encienden el tres tiros y lo apuntan bien al cielo… pero al revés,  <<culo pa’ riva>> como diría mi tío de la isla. Toda la noche detrás de los pirómanos inexpertos hace que la cosa pase rápido, pero en el hospital en el que hoy brindo servicios el tema es muy diferente. Trabajo en un psiquiátrico, y aquí,  los pirómanos tienen camisas de fuerza y encendedores imaginarios, en su gran mayoría ya no recuerdan el significado de la palabra petardo, y si lo recuerdan, seguro es el significado sexual.

El día había arrancado mal parido de entrada: venía de cola, llorando y cagado hasta las patas. No tenía mucha pinta de mejorar, estuve a punto de tirar la toalla antes de noche buena. La enfermera del turno anterior  ya había medicado a todos los internos (en dialecto inter hospitalario, medicar viene a ser el lunfardo de sedar), por lo tanto lo único que me quedaba por hacer era sentarme en enfermería y mirar por TN cómo el resto del mundo se divertía y se amaba al menos durante un minuto en el año mientras yo le daba forma a un moco entre el  índice y el pulgar y bostezaba como chancho detrás del escritorio.

Por suerte para los que trabajamos en salud mental,  el factor sorpresa es algo que te puede poner el día de cabeza en un segundo.


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Dos.

Se despertó temprano. Le pareció haber dormido una eternidad. Las lagañas le pegaban los párpados y sus pelos se parecían más a un nido de carancho que a una cabellera cristiana. Estiró los brazos para desperezarse –no recordaba  hace cuanto no lo hacía con tanto gusto– y se sintió con la liviandad de un niño de cinco años. Definitivamente había dormido mucho.

Después de varios intentos, se puso de pié y enfiló hacia el baño, su vejiga estaba a punto de explotar. Mientras caminaba se miró en el espejo de costado y le pareció verse más flaco, pero le adjudicó el error al espejo, que también parecía algo más sucio que de costumbre. Durante treinta segundos el ruido del chorro contra el espejo de agua le recordó una propaganda de cerveza, <<había sido grande el vaso>>  pensó mientras una carcajada le brotaba tras su ocurrente intervención, hacia mucho no tenía la mente tan fresca como para tirar un chiste a esa hora de la mañana, lástima que no había nadie para compartir su ingenio.

Se miró fijo al espejo y le pareció justo recortarse un poco la barba ­–está bien que deba ser tupida, pero esto  ya parece una virulana tamaño industrial– argumentó–. Intentó hacer memoria , era raro en él semejante desarreglo, pero las cosas se le nublaban y le daban vueltas en la cabeza sin llegar a discernir absolutamente nada de lo que lo había llevado a estar hoy ahí, en medio de semejante desbarajuste y sin recordar con nitidez los días anteriores.

Mientras salía del baño un haz de luz hizo que un par de neuronas despertaran. Se fue derecho a su reloj pulsera que curiosamente descansaba en la mesa de luz junto a sus dos anillos y sus prendedores de oro. Fijó la vista en el cuadrado diminuto que marcaba la fecha y descubrió con alivio que era el día indicado. Todo estaba como debía estar y a la hora que debía ser. El detalle del desorden podía ser pasado por alto teniendo en cuenta su nivel de ocupación en esos días.

Ya más calmo se dispuso a limpiar la habitación. No le daba la cara para dejarle el lío a su ayudante, que dicho sea de paso, aún no se hacía presente,  –enano maldito –refunfuñó en voz baja­  al tiempo que se auto castigaba con un coño por haber dicho semejante barbaridad–.

La cosa estaba fulera y no parecía fácil de organizar. Pensó en que los años no vienen solos, y que siempre algún mal hábito se traen de la mano: tal vez a él le había pegado por el lado del desorden.

El tiempo pasaba lento pero agradecía que así fuera, debía arreglar ese cuarto antes del medio día para después comenzar con el trabajo duro: organizar el resto de la jornada que desde hacía un año venía preparando. Con su mano derecha se sostuvo la cintura y añorando la agilidad perdida de sus años mozos  se dispuso a juntar el papelerío del suelo. Su mente ya estaba despejada y ahora no hacía más que lamentarse por ver venir el invierno de su vida y no conseguir aún un reemplazante digno.

La mayoría de los papeles eran restos de regalos –sonaba lógico–  y hojas de periódicos desordenadas. Debajo de un papel glasé rojo desteñido palpó un bulto pesado, más denso que el resto de los papeles, era el periódico de la semana anterior, se dio cuenta por la cantidad de  ofertas de jugueterías. Lo levantó y lo dejó en la cama, si le quedaba tiempo después de la limpieza, lo ojearía para ponerse al día­. Por pura costumbre de ex canillita devenido en repartidor a domicilio de paquetes algo más importantes, miró de reojo la fecha del semanario y no pudo evitar el salto.

No se creía capaz de proferir semejante alarido de terror ante tamaño descubrimiento, pero ahí estaba, en el centro del cuarto rodilla en tierra y garganta al cielo, gritando un “no” tan largo como aire le quedaba en los pulmones. El grito traspasó las paredes, podía imaginar el sonido despertando a los vecinos.  La transpiración comenzó a correrle por la frente y a mojar sus blancas patillas, el corazón se le aceleró al borde de la taquicardia. Un pánico en forma de escalofrió le recorrió el cuerpo desde la nuca hasta la uña machucada del dedo gordo del pié. No podía ser posible. El temblor no lo dejaba fijar la vista nuevamente en el periódico para corroborar el fechado del matutino, pero con un poco de esfuerzo logró volver a enfocarlo. No era una pesadilla, estaba pasando: la fecha era la correcta pero del año siguiente al que debía  estar viviendo según sus cálculos.

Su ayudante todavía no llegaba y eso lo ponía más nervioso aún: el petiso tenía sus defectos, pero jamás se había retrasado tanto. De una zancada llegó a la puerta del placad para buscar su uniforme, cuando miró tras la puerta su rostro se volvió blanco tiza, cualquiera hubiera pensado que se convertiría en el acto en estatua de yeso. Ahí estaba,  atado de pies y manos en un rincón y más pálido aún que él, su diminuto secretario. El cuerpo descansaba  al lado de una bolsa de consorcio de la cual sobresalía un pompón blanco rodeado metros y metros de telaraña añeja. La piel del cadáver había empezado a deteriorarse y el olor que despedía no era el olor a podrido típico de la carne en descomposición, sino a viejo, a carne disecada, a hueso con moho.

Dos lágrimas intentaron caer de sus ojos, pero no había tiempo para mariconadas, el mediodía estaba llegando y él estaba un año atrasado.

Tardó en tomar dimensión de la situación en la que estaba, no quiso darle vueltas al asunto ni descifrar paso a paso lo que había sucedido.  De un manotazo sacó la bolsa con su traje mientras maldecía –ahora sin culpa– al único ser en el universo que podía haberle hecho semejante herejía. Hace años lo venía temiendo, pero con el temor que se le tiene a las cosas imposibles, improbables, un temor con poco vuelo. Pero esta vez había pasado. Era tarde para lamentaciones, había que poner manos a la obra y salir igual, aún con un año de retraso.

Pegó un chiflido mientras terminaba de ponerse su chaqueta roja. Se dio cuenta de que el espejo no mentía: definitivamente había adelgazado en este año. Por la ventana, ocho renos ingresaron arrastrando su trineo, un hilo de tranquilidad pasó por su mente –al menos el innombrable no había asesinado a su único medio de transporte, todavía había esperanzas–.

Cargó la bolsa inmensa en el baúl de su trineo. Ya era tarde para actualizar las tarjetas, después de todo  ¿cuántos niños de hasta ocho años repararían en el error de la fecha? Controló que las riendas estuvieran bien sujetadas, le acarició rápido en el hocico a Rudolph que dirigía la batuta, abrió la puerta de su habitación, tomó velocidad en el pasillo y como un rayo se esfumó en el horizonte.

Un último grito retumbó en el pasillo, un grito cargado de bronca pero con tono de revancha, como avisando a su verdugo que estaba de vuelta y que no se rendiría tan fácil.




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Tres.

Por el monitor  vi cómo el encargado de seguridad del pabellón cinco aceleraba el paso y doblaba hacia el pasillo principal. Cambié de pantalla (por suerte en la enfermería está el control de las cámaras de seguridad y uno puede llegar a ver algún que otro movimiento que lo despabile un poco). El paso ligero se había convertido en trote y se dirigía al intercomunicador. A esta altura de la noche, que el seguridad me llamara para dar una alerta sería el mejor regalo de navidad de mi vida.

¡Enfermería! ¡Urgente  enfermería!
Lo copio, lo copio. ¿Qué pasa?
¡Llame a la policía! ¡rápido, la policía!
¡Pero dígame qué pasa! No puedo pedirle a la patrulla que venga sin un motivo.
¡Alguien grita! Algo le están haciendo. Llame urgente y que vengan refuerzos, creo que viene de la trece.

Volví la vista al monitor y el hombre había vuelto a la carrera. Se dirigía a la trece, tal como había dicho. Mientras marcaba 911 en el teléfono de rueda (el artefacto menos indicado para una llamada de emergencia: hasta que la rueda vuelve a su lugar, el fin del mundo pudo haber llegado y  estar yéndose pomposo y sonriente por la puerta principal), trataba de seguir la imagen de la pantalla. El seguridad había frenado en la puerta de la habitación y estaba golpeando con la cachiporra. Daba tres golpes y esperaba a ver si alguien contestaba. Después, tres golpes más y así sucesivamente con cachiporrazos cada vez más fuertes.

Junté mi bolsito de emergencia en donde abundan sedantes y demás menesteres y salí corriendo en dirección al pabellón cinco. Toda mi vida fui un cagón en estos casos, pero ésta vez, al correr hacia el peligro de un demente con la chaveta saltada, estaba escapando de algo que me daba más miedo aún: el aburrimiento.

El de la trece siempre había sido un caso misterioso. Hace unos cuantos meses, tal vez ya un año, la policía lo había traído desnudo entero, en estado de shock, temblando como un perro envenenado y emitiendo sonidos guturales mientras intentaba explicar –sin mayor éxito– qué le había sucedido. Seguramente alguna historia de esas de películas que saben armarse en sus mentes esta clase de pacientes de alto riesgo. Durante toda su estadía lo mantuvimos más sedado que King-Kong, ya que cuando intentábamos que despierte, la escena de su llegada se repetía y cada vez más violenta. Así que el tipo dormía hace rato ya y lo teníamos medio descuidado, generalmente esto les pasa a los pacientes a los que nadie visita, obviamente que si nadie lo ve se le da menos bola, y en este caso ni él mismo se veía.

Ahora parecía haber despertado nuevamente (siempre se olvidaba de pichicatear a alguno la boluda del turno tarde), pero ésta vez el sonido gutural había mutado a un grito endiablado que había asustado hasta a la viejita sorda de la uno, que lloraba llamando a su mamá muerta hace siglos justo cuando yo pasaba por delante de su puerta.

El seguridad ya no golpeaba con su cachiporra, ahora intentaba voltear la puerta con su cuerpo (muy poco atlético, pero bien dotado de masa corporal para tal fin), la cosa no tenía mucho sentido y el gordito rebotaba como pelota desinflada cada vez que daba contra la puerta. 

El grito había cesado hace rato y ningún sonido salía de la habitación. Con ese cuadro, lo único que imaginábamos era un suicidio. Yo pensaba mientras esperábamos a la patrulla, que entre estar durmiendo eternamente y estar eternamente dormido (o sea entre marmota y fiambre) no había mucha diferencia, y que tal vez la decisión de quitarse la poca vida que llevaba, había sido la más acertada.

Le propuse al gordito –que a estas alturas ya se había transpirado todo el alcohol ingerido en las reiteradas despedidas de año de Diciembre–  buscarle la llave que guardabamos cuidadosamente en enfermería. Como no le quedaba otra y la patrulla no daba rastros de vida, acepto fingiendo mala gana, pero vi en sus ojos el <<gracias>>  enorme que no quería decir para no herir él mismo su ego.

Cuando llegué con la llave, el seguridad estaba con el oído sobre la puerta y haciéndome seña de que no hiciera ruido. Supuse que algo se había escuchado.

–Pegó un chiflido– me dijo en secreto–.
– ¿Qué?
–Que chifló te digo.
– ¡Entonces está vivo!
–Y… a no ser que se esté desinflando y tenga el culo con piquito silbador…

Olí el sarcasmo, pero me hice el desentendido. No tenía sentido golpearlo ahora.

– ¿Entramos igual?
­–No sé, la cosa no pinta bien, pero ahora volvió el silencio.
– ¿Te animás? –le tiré como haciendo chúa–.
­–Obvio que me animo, pero soy yo el que corre el riesgo de que lo echen si la cosa se va de las manos.
–No te preocupes, si preguntan digo que la abrí yo.
–Sí, seguro. Haceme el cuentito que me duermo…
– ¿Y si se está cortando las venas contra el filo de la pared y nosotros estamos acá como si nada?
–Será cuestión de la patrulla, yo no puedo abrir en estas condiciones.
–El tema es que si los de la patrulla no llegan, esta noche duermen igual. Pero nosotros vamos a cargar con la culpa de una muerte de por vida.

Sonaba convincente. Hasta yo me creía el verso que me había armado con el sólo fin de seguir esquivando el aburrimiento.

Me quitó la llave de las manos sin decir palabra, pero dándome la razón tácitamente. Los dos nos acercamos a la puerta mientras él ponía y daba vueltas la llave con sigilo por si el loco estaba escuchando dentro de la habitación. Fueron los tres segundos más largos de mi vida y el gordo perdió más agua que el plantel de River entrenando en febrero (aunque esa comparación ya no me suena a mucha transpiración). La puerta se abrió lentamente. Tal fue el cagaso que me pegué, que ahora mientras les cuento, me vuelve la piel de pollo.

Un viento que corrió por el pasillo abrió la puerta de golpe y nos hizo dar un salto. Adentro, el paciente vestido entero de rojo y con un látigo en la mano, tomaba carrera y se dirigía hacia nosotros haciendo chasquear el látigo por delante de él, como conduciendo un carro. Mientras más se acercaba, más distinguía su vestimenta. Nos agarramos de los brazos y empezamos a gritar, mientras el loco nos miraba con una sonrisa victoriosa que hasta hoy no comprendo. 

Tras nuestros gritos despavoridos –dignos de “las nenas” de Sandro–, la patrulla dobló en la esquina del pasillo a la vez que el demente salía a latigazo limpio por la puerta. Eran seis canas corriendo, y la embestida que les pegó el loco los hizo retroceder casi tres metros hasta que lo pararon.

Iba vestido de Papá Noel al grito de "si te cagás me rindo, satanás". Todavía recuerdo su sonrisa victoriosa aún mientras la patrulla lo llevaba atado a la camilla. Iba mirando a la nada, como si estuviera en otro mundo. Había visto muchos locos imaginándose otra realidad, pero esta mirada era especial, como si en realidad siguiera  el viaje que había empezado al salir de su habitación, ahora desde otra realidad, desde otra dimensión.


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Tres y medio, casi cuatro.

En el hospital la historia todavía se cuenta a modo de chiste, y hasta fue digna de un dicho que hoy muchos repiten en la institución sin saber de qué hablan: “Estás más loco que Papá Noel”, te dicen cuando contás algo raro, poco creíble. Yo cada vez que lo escucho recuerdo esa mirada del veinticuatro de Diciembre a la que le debo el hecho de haber pasado la navidad más rara de mi vida, y siempre termino pensando que ese fue el regalo que me trajo a mí el loco que se creía el Gordo de Navidad: el haberme escapado de mi aburrida rutina un rato, justo cuando más lo necesitaba. 
Siempre recuerdo la historia. Ya no la cuento tanto como antes, pero la pienso y le doy vueltas, las preguntas aparecen poniendo en duda la esquizofrenia de aquel loco. A veces dudo si el loco era él o en realidad lo eramos nosotros, pero enseguida abandono la idea porque como dijo el Joan Manuel: Cada loco con su tema.

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