Uno.
Aquel
veinticuatro estuve a punto de tirar la toalla antes de noche buena.
Si
es que hay un día en que me arrepiento de haber sido enfermero es en vísperas
de navidad, el veinticuatro de diciembre
entrada la tardecita.
Podría arrepentirme de mi oficio por muchos motivos y en muchos momentos. Podría haberlo hecho cuando la mitad de mis compañeros de salida me catalogaban de puto por la carrera que había elegido (terminé tapándoles la boca la vez que me vieron manejando el lujoso Audi A4 de la doctora más joven, más rubia y más buena del círculo médico provincial), también podría haber tirado todo al diablo cada vez que la mamá de un nene dolorido por un pinchazo me trató de incompetente / insensible / incomprensible y cuantas palabras comenzadas en “in” Ud. se imagine (sí, no se ría… también insecto), pero no lo hice. En ninguno de los momentos desalentadores de mi carrera se me ocurrió arrepentirme de mi vocación hasta que llegó el primer veinticuatro de diciembre y me di cuenta de que cada año que me tocara pasarlo en el hospital, tendría que hacer el esfuerzo sobrehumano de no presentar la renuncia, de aguantármela hasta el otro día, cuando sabía que las cosas volverían a la normalidad.
Podría arrepentirme de mi oficio por muchos motivos y en muchos momentos. Podría haberlo hecho cuando la mitad de mis compañeros de salida me catalogaban de puto por la carrera que había elegido (terminé tapándoles la boca la vez que me vieron manejando el lujoso Audi A4 de la doctora más joven, más rubia y más buena del círculo médico provincial), también podría haber tirado todo al diablo cada vez que la mamá de un nene dolorido por un pinchazo me trató de incompetente / insensible / incomprensible y cuantas palabras comenzadas en “in” Ud. se imagine (sí, no se ría… también insecto), pero no lo hice. En ninguno de los momentos desalentadores de mi carrera se me ocurrió arrepentirme de mi vocación hasta que llegó el primer veinticuatro de diciembre y me di cuenta de que cada año que me tocara pasarlo en el hospital, tendría que hacer el esfuerzo sobrehumano de no presentar la renuncia, de aguantármela hasta el otro día, cuando sabía que las cosas volverían a la normalidad.
Para
que se dé una idea, en cualquier hospital normal la noche buena pasa volando, y
la velocidad del paso de los segundos es directamente proporcional al tamaño de
la ciudad de la que estemos hablando. Los quemados con pirotecnia son moneda
corriente a partir de las ocho de la noche. Al noventa y nueve coma nueve por
ciento de los casos se les olvida largar el petardo después de prenderlo o bien encienden el tres tiros y lo apuntan bien al
cielo… pero al revés, <<culo pa’
riva>> como diría mi tío de la isla. Toda la noche detrás de los
pirómanos inexpertos hace que la cosa pase rápido, pero en el hospital en el
que hoy brindo servicios el tema es muy diferente. Trabajo en un
psiquiátrico, y aquí, los pirómanos tienen camisas de fuerza y encendedores imaginarios,
en su gran mayoría ya no recuerdan el significado de la palabra petardo, y si lo recuerdan, seguro es el
significado sexual.
El
día había arrancado mal parido de entrada: venía de cola, llorando y cagado
hasta las patas. No tenía mucha pinta de mejorar, estuve a punto de tirar la
toalla antes de noche buena. La enfermera del turno anterior ya había medicado a todos los internos (en
dialecto inter hospitalario, medicar viene a ser el lunfardo de sedar), por lo
tanto lo único que me quedaba por hacer era sentarme en enfermería y mirar por
TN cómo el resto del mundo se divertía y se amaba al menos durante un minuto en
el año mientras yo le daba forma a un moco entre el índice y el pulgar y bostezaba como chancho
detrás del escritorio.
Por
suerte para los que trabajamos en salud mental,
el factor sorpresa es algo que te puede poner el día de cabeza en un
segundo.
//--//
Dos.
Se
despertó temprano. Le pareció haber dormido una eternidad. Las lagañas le
pegaban los párpados y sus pelos se parecían más a un nido de carancho que a
una cabellera cristiana. Estiró los brazos para desperezarse –no recordaba hace cuanto no lo hacía con tanto
gusto– y se sintió con la liviandad de un niño de cinco años. Definitivamente
había dormido mucho.
Después
de varios intentos, se puso de pié y enfiló hacia el baño, su vejiga estaba a
punto de explotar. Mientras caminaba se miró en el espejo de costado y le
pareció verse más flaco, pero le adjudicó el error al espejo, que también
parecía algo más sucio que de costumbre. Durante treinta segundos el ruido del
chorro contra el espejo de agua le recordó una propaganda de cerveza, <<había
sido grande el vaso>> pensó
mientras una carcajada le brotaba tras su ocurrente intervención, hacia mucho
no tenía la mente tan fresca como para tirar un chiste a esa hora de la mañana,
lástima que no había nadie para compartir su ingenio.
Se
miró fijo al espejo y le pareció justo recortarse un poco la barba –está bien
que deba ser tupida, pero esto ya parece
una virulana tamaño industrial– argumentó–. Intentó hacer memoria , era raro en
él semejante desarreglo, pero las cosas se le nublaban y le daban vueltas en la
cabeza sin llegar a discernir absolutamente nada de lo que lo había llevado a
estar hoy ahí, en medio de semejante desbarajuste y sin recordar con nitidez
los días anteriores.
Mientras
salía del baño un haz de luz hizo que un par de neuronas despertaran. Se fue
derecho a su reloj pulsera que curiosamente descansaba en la mesa de luz junto
a sus dos anillos y sus prendedores de oro. Fijó la vista en el cuadrado diminuto
que marcaba la fecha y descubrió con alivio que era el día indicado. Todo
estaba como debía estar y a la hora que debía ser. El detalle del desorden
podía ser pasado por alto teniendo en cuenta su nivel de ocupación en esos
días.
Ya
más calmo se dispuso a limpiar la habitación. No le daba la cara para dejarle
el lío a su ayudante, que dicho sea de paso, aún no se hacía presente, –enano maldito –refunfuñó en voz baja al tiempo que se auto castigaba con un coño
por haber dicho semejante barbaridad–.
La
cosa estaba fulera y no parecía fácil de organizar. Pensó en que los años no
vienen solos, y que siempre algún mal hábito se traen de la mano: tal vez a él
le había pegado por el lado del desorden.
El
tiempo pasaba lento pero agradecía que así fuera, debía arreglar ese cuarto
antes del medio día para después comenzar con el trabajo duro: organizar el
resto de la jornada que desde hacía un año venía preparando. Con su mano
derecha se sostuvo la cintura y añorando la agilidad perdida de sus años
mozos se dispuso a juntar el papelerío
del suelo. Su mente ya estaba despejada y ahora no hacía más que lamentarse por
ver venir el invierno de su vida y no conseguir aún un reemplazante digno.
La
mayoría de los papeles eran restos de regalos –sonaba lógico– y hojas de periódicos desordenadas. Debajo de
un papel glasé rojo desteñido palpó un bulto pesado, más denso que el resto de
los papeles, era el periódico de la semana anterior, se dio cuenta por la
cantidad de ofertas de jugueterías. Lo
levantó y lo dejó en la cama, si le quedaba tiempo después de la limpieza, lo
ojearía para ponerse al día. Por pura costumbre de ex canillita devenido en
repartidor a domicilio de paquetes algo más importantes, miró de reojo la fecha
del semanario y no pudo evitar el salto.
No
se creía capaz de proferir semejante alarido de terror ante tamaño descubrimiento, pero ahí estaba, en el centro
del cuarto rodilla en tierra y garganta al cielo, gritando un “no” tan largo como aire le quedaba en
los pulmones. El grito traspasó las paredes, podía imaginar el sonido
despertando a los vecinos. La
transpiración comenzó a correrle por la frente y a mojar sus blancas patillas,
el corazón se le aceleró al borde de la taquicardia. Un pánico en forma de
escalofrió le recorrió el cuerpo desde la nuca hasta la uña machucada del dedo
gordo del pié. No podía ser posible. El temblor no lo dejaba fijar la vista
nuevamente en el periódico para corroborar el fechado del matutino, pero con un
poco de esfuerzo logró volver a enfocarlo. No era una pesadilla, estaba
pasando: la fecha era la correcta pero del año siguiente al que debía estar viviendo según sus cálculos.
Su
ayudante todavía no llegaba y eso lo ponía más nervioso aún: el petiso tenía sus
defectos, pero jamás se había retrasado tanto. De una zancada llegó a la puerta
del placad para buscar su uniforme, cuando miró tras la puerta su rostro se
volvió blanco tiza, cualquiera hubiera pensado que se convertiría en el acto en
estatua de yeso. Ahí estaba, atado de
pies y manos en un rincón y más pálido aún que él, su diminuto secretario. El
cuerpo descansaba al lado de una bolsa
de consorcio de la cual sobresalía un pompón blanco
rodeado metros y metros de telaraña añeja. La piel del cadáver había empezado
a deteriorarse y el olor que despedía no era el olor a podrido típico de la carne
en descomposición, sino a viejo, a carne disecada, a hueso con moho.
Dos
lágrimas intentaron caer de sus ojos, pero no había tiempo para mariconadas,
el mediodía estaba llegando y él estaba un año atrasado.
Tardó en tomar dimensión de la situación en la que estaba, no quiso darle vueltas al
asunto ni descifrar paso a paso lo que había sucedido. De un manotazo sacó la bolsa con su traje mientras
maldecía –ahora sin culpa– al único ser en el universo que podía haberle hecho
semejante herejía. Hace años lo venía temiendo, pero con el temor que se le tiene a las cosas imposibles, improbables, un temor con poco vuelo. Pero esta
vez había pasado. Era tarde para lamentaciones, había que poner manos a la obra
y salir igual, aún con un año de retraso.
Pegó
un chiflido mientras terminaba de ponerse su chaqueta roja. Se dio cuenta de
que el espejo no mentía: definitivamente había adelgazado en este año. Por la
ventana, ocho renos ingresaron arrastrando su trineo, un hilo de tranquilidad
pasó por su mente –al menos el innombrable no había asesinado a su único medio
de transporte, todavía había esperanzas–.
Cargó
la bolsa inmensa en el baúl de su trineo. Ya era tarde para actualizar las
tarjetas, después de todo ¿cuántos niños
de hasta ocho años repararían en el error de la fecha? Controló que las riendas
estuvieran bien sujetadas, le acarició rápido en el hocico a Rudolph que dirigía
la batuta, abrió la puerta de su habitación, tomó velocidad en el pasillo y
como un rayo se esfumó en el horizonte.
Un
último grito retumbó en el pasillo, un grito cargado de bronca pero con tono de
revancha, como avisando a su verdugo que estaba de vuelta y que no se rendiría
tan fácil.
//--//
Tres.
Por
el monitor vi cómo el encargado de
seguridad del pabellón cinco aceleraba el paso y doblaba hacia el pasillo principal.
Cambié de pantalla (por suerte en la enfermería está el control de las cámaras
de seguridad y uno puede llegar a ver algún que otro movimiento que lo
despabile un poco). El paso ligero se había convertido en trote y se dirigía al
intercomunicador. A esta altura de la noche, que el seguridad me llamara para
dar una alerta sería el mejor regalo de navidad de mi vida.
–¡Enfermería!
¡Urgente enfermería!
–Lo
copio, lo copio. ¿Qué pasa?
–¡Llame
a la policía! ¡rápido, la policía!
–¡Pero dígame qué pasa! No puedo pedirle a la patrulla que venga sin un motivo.
–¡Alguien
grita! Algo le están haciendo. Llame urgente y que vengan refuerzos, creo que
viene de la trece.
Volví
la vista al monitor y el hombre había vuelto a la carrera. Se dirigía a la
trece, tal como había dicho. Mientras marcaba 911 en el teléfono de rueda (el
artefacto menos indicado para una llamada de emergencia: hasta que la rueda
vuelve a su lugar, el fin del mundo pudo haber llegado y estar yéndose pomposo y sonriente por la puerta
principal), trataba de seguir la imagen de la pantalla. El seguridad había
frenado en la puerta de la habitación y estaba golpeando con la cachiporra.
Daba tres golpes y esperaba a ver si alguien contestaba. Después, tres golpes
más y así sucesivamente con cachiporrazos cada vez más fuertes.
Junté
mi bolsito de emergencia en donde abundan sedantes y demás menesteres y salí
corriendo en dirección al pabellón cinco. Toda mi vida fui un cagón en estos
casos, pero ésta vez, al correr hacia el peligro de un demente con la chaveta saltada, estaba escapando de algo que me daba más miedo aún: el aburrimiento.
El
de la trece siempre había sido un caso misterioso. Hace unos cuantos meses, tal
vez ya un año, la policía lo había traído desnudo entero, en estado de shock,
temblando como un perro envenenado y emitiendo sonidos guturales mientras
intentaba explicar –sin mayor éxito– qué le había sucedido. Seguramente alguna
historia de esas de películas que saben armarse en sus mentes esta clase de
pacientes de alto riesgo. Durante toda su estadía lo mantuvimos más sedado que King-Kong,
ya que cuando intentábamos que despierte, la escena de su llegada se repetía y
cada vez más violenta. Así que el tipo dormía hace rato ya y lo teníamos medio
descuidado, generalmente esto les pasa a los pacientes a los que nadie visita,
obviamente que si nadie lo ve se le da menos bola, y en este caso ni él mismo
se veía.
Ahora
parecía haber despertado nuevamente (siempre se olvidaba de pichicatear a
alguno la boluda del turno tarde), pero ésta vez el sonido gutural había mutado
a un grito endiablado que había asustado hasta a la viejita sorda de la uno,
que lloraba llamando a su mamá muerta hace siglos justo cuando yo pasaba por
delante de su puerta.
El
seguridad ya no golpeaba con su cachiporra, ahora intentaba voltear la puerta
con su cuerpo (muy poco atlético, pero bien dotado de masa corporal para tal fin),
la cosa no tenía mucho sentido y el gordito rebotaba como pelota desinflada
cada vez que daba contra la puerta.
El grito había cesado hace rato y ningún sonido salía de la habitación. Con ese cuadro, lo único que imaginábamos era un suicidio. Yo pensaba mientras esperábamos a la patrulla, que entre estar durmiendo eternamente y estar eternamente dormido (o sea entre marmota y fiambre) no había mucha diferencia, y que tal vez la decisión de quitarse la poca vida que llevaba, había sido la más acertada.
El grito había cesado hace rato y ningún sonido salía de la habitación. Con ese cuadro, lo único que imaginábamos era un suicidio. Yo pensaba mientras esperábamos a la patrulla, que entre estar durmiendo eternamente y estar eternamente dormido (o sea entre marmota y fiambre) no había mucha diferencia, y que tal vez la decisión de quitarse la poca vida que llevaba, había sido la más acertada.
Le
propuse al gordito –que a estas alturas ya se había transpirado todo el alcohol ingerido en las reiteradas despedidas de año de Diciembre– buscarle la llave que guardabamos cuidadosamente
en enfermería. Como no le quedaba otra y la patrulla no daba rastros de vida,
acepto fingiendo mala gana, pero vi en sus ojos el <<gracias>> enorme
que no quería decir para no herir él mismo su ego.
Cuando
llegué con la llave, el seguridad estaba con el oído sobre la puerta y haciéndome
seña de que no hiciera ruido. Supuse que algo se había escuchado.
–Pegó
un chiflido– me dijo en secreto–.
–
¿Qué?
–Que
chifló te digo.
–
¡Entonces está vivo!
–Y…
a no ser que se esté desinflando y tenga el culo con piquito silbador…
Olí
el sarcasmo, pero me hice el desentendido. No tenía sentido golpearlo ahora.
–
¿Entramos igual?
–No
sé, la cosa no pinta bien, pero ahora volvió el silencio.
–
¿Te animás? –le tiré como haciendo chúa–.
–Obvio
que me animo, pero soy yo el que corre el riesgo de que lo echen si la cosa se
va de las manos.
–No
te preocupes, si preguntan digo que la abrí yo.
–Sí,
seguro. Haceme el cuentito que me duermo…
–
¿Y si se está cortando las venas contra el filo de la pared y nosotros estamos
acá como si nada?
–Será
cuestión de la patrulla, yo no puedo abrir en estas condiciones.
–El
tema es que si los de la patrulla no llegan, esta noche duermen igual. Pero
nosotros vamos a cargar con la culpa de una muerte de por vida.
Sonaba
convincente. Hasta yo me creía el verso que me había armado con el sólo fin de
seguir esquivando el aburrimiento.
Me
quitó la llave de las manos sin decir palabra, pero dándome la razón tácitamente. Los dos nos acercamos a la puerta mientras él ponía y daba vueltas
la llave con sigilo por si el loco estaba escuchando dentro de la habitación.
Fueron los tres segundos más largos de mi vida y el gordo perdió más agua que
el plantel de River entrenando en febrero (aunque esa comparación ya no me suena
a mucha transpiración). La puerta se abrió lentamente. Tal fue el cagaso que me
pegué, que ahora mientras les cuento, me vuelve la piel de pollo.
Un
viento que corrió por el pasillo abrió la puerta de golpe y nos hizo dar un
salto. Adentro, el paciente vestido entero de rojo y con un látigo en la mano,
tomaba carrera y se dirigía hacia nosotros haciendo chasquear el látigo por
delante de él, como conduciendo un carro. Mientras más se acercaba, más
distinguía su vestimenta. Nos agarramos de los brazos y empezamos a gritar,
mientras el loco nos miraba con una sonrisa victoriosa que hasta hoy no
comprendo.
Tras nuestros gritos despavoridos –dignos de “las nenas” de Sandro–, la patrulla dobló en la esquina del pasillo a la vez que el demente salía a latigazo limpio por la puerta. Eran seis canas corriendo, y la embestida que les pegó el loco los hizo retroceder casi tres metros hasta que lo pararon.
Tras nuestros gritos despavoridos –dignos de “las nenas” de Sandro–, la patrulla dobló en la esquina del pasillo a la vez que el demente salía a latigazo limpio por la puerta. Eran seis canas corriendo, y la embestida que les pegó el loco los hizo retroceder casi tres metros hasta que lo pararon.
Iba
vestido de Papá Noel al grito de "si te cagás me rindo, satanás". Todavía recuerdo su sonrisa victoriosa aún mientras la
patrulla lo llevaba atado a la camilla. Iba mirando a la nada, como si
estuviera en otro mundo. Había visto muchos locos imaginándose otra realidad,
pero esta mirada era especial, como si en realidad siguiera el viaje que había empezado al salir de su
habitación, ahora desde otra realidad, desde otra dimensión.
//--//
Tres y medio, casi cuatro.
En
el hospital la historia todavía se cuenta a modo de chiste, y hasta fue digna
de un dicho que hoy muchos repiten en la institución sin saber de qué hablan: “Estás más loco que Papá Noel”, te dicen
cuando contás algo raro, poco creíble. Yo cada vez que lo escucho recuerdo esa
mirada del veinticuatro de Diciembre a la que le debo el hecho de haber pasado
la navidad más rara de mi vida, y siempre termino pensando que ese fue el
regalo que me trajo a mí el loco que se creía el Gordo de Navidad: el haberme
escapado de mi aburrida rutina un rato, justo cuando más lo necesitaba.
Siempre recuerdo la historia. Ya no la cuento tanto como antes, pero la pienso y le doy vueltas, las preguntas aparecen poniendo en duda la esquizofrenia de aquel loco. A veces dudo si el loco era él o en realidad lo eramos nosotros, pero enseguida abandono la idea porque como dijo el Joan Manuel: Cada loco con su tema.
Siempre recuerdo la historia. Ya no la cuento tanto como antes, pero la pienso y le doy vueltas, las preguntas aparecen poniendo en duda la esquizofrenia de aquel loco. A veces dudo si el loco era él o en realidad lo eramos nosotros, pero enseguida abandono la idea porque como dijo el Joan Manuel: Cada loco con su tema.
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