Omar es rubio y su pelo cortado al ras parece víctima de la
estática, sus ojos celestes no saben demostrar otra cosa que ternura y su
lengua que siempre aparece por sobre el labio inferior me deja saber cuándo es
que está concentrado y cuándo es hora de un recreo. No sólo eso es lo que
enternece sobre Omar, él también es gigante hacia los costados (me gusta
decirle así porque se ríe y sin embargo si alguien le dice gordo su mirada es
otra, no de enojo, pero sí de incomprensión), es aproximadamente 3 veces más
ancho que yo y mover su cuerpo no le resulta imposible, pero su peso hace que
sus movimientos sean un poco más bruscos.
Desde que lo conocí (hace dos semanas) no vi otra cosa en su
rostro que una sonrisa, y si bien es poco tiempo dos semanas para formarse una
opinión sobre una persona, estoy seguro prematuramente de que Omar es
completamente feliz. Tengo una pequeña teoría del porqué o más bien del cómo me
doy cuenta de su felicidad: Omar no expresa mucho mientras habla, habla mucho y
rápido, la mayoría de las veces le tengo que hacer repetir las frases porque se
le mezclan las consonantes, sin embargo cuando se ríe la cosa cambia, su risa
es muy clara (y me refiero a que se entiende bien que se está riendo) y
contagia al resto del grupo. Mi concepto es fácil: quien es dueño de una risa
que contagia, es dueño también de una felicidad absoluta. Si alguien es capaz
de hacer reír a otro sólo exteriorizando su felicidad, no me quepa duda de que
tal estado es total y constante, de otro modo, su risa no sonaría tan
convincente.
Me pongo a su lado y mira el suelo mientras de reojo intenta
adivinar qué pienso hacer.
—A ver Omar — le digo mientras le palmeo la espalda.
—Ajá.
—Vos
vas a tener que aprender rápido porque empezaste tarde y los demás ya saben
bastante —hago una pausa para ver si se asusta.
—Ajá —repite
mientras levanta un poco más la vista y empieza a torcer sus labios preparando
una carcajada.
—Pero
igual es facilísimo, vos levantá los brazos y caminá, el resto es cuestión de
copiar al de al lado. —
—¿Así? —pregunta
al tiempo que levanta sus brazos que están cerca de ser del mismo diámetro que
el de mis piernas (no solo porque él es ancho, sino porque además yo soy
bastante angosto).
Su boca ya no da más, creo que en cualquier momento se
tocará las orejas con la punta de sus labios por la sonrisa inmensa que se
sigue agrandando.
—¡Perfecto!
¡Ya sos un profesional! — digo mientras levanto la mano derecha en signo de
choque los cinco. Me corresponde el gesto y me deja la palma ardiendo por la
fuerza del golpe, no controla mucho sus emociones. La carcajada por mi gesto de dolor exagerado es inminente.
La larga sin rodeos, como si en realidad necesitara descargar esos alaridos
desde el fondo de su estómago. Lo vuelve a lograr, me vuelve a contagiar.
La hora termina y nos despedimos entre todos con la promesa
tácita de volver el próximo martes. Omar es nuevo, y a diferencia del resto, no
vive en el hogar en el que nos juntamos sino a dos cuadras con su familia y por
eso es que lo acompaño. Toco el timbre y lo dejo en manos de una anciana que él
me describió de camino como su abuela. Ella lo deja pasar y se pone por delante
de él. Omar me mira sobre el hombro de su abuela y su lengua vuelve a asomar
sobre su labio inferior - se concentra en la conversación-. Ultimamos detalles
sobre la próxima clase y la abuela se queda tranquila, nos saludamos con
cordialidad de desconocidos y amago a irme mientras la puerta empieza a
cerrarse.
—¡Profe! —grita
desde el pequeño espacio que aún queda abierto.
—Sí
Omar —digo en voz fuerte para corresponder su tonalidad.
—¡Nos
vemos el martes! —dice con la mano en alto y levantando el pulgar al tiempo que
guiña un ojo y chasquea la lengua.
—Si no nos vemos nos chocamos — le respondo con vergüenza interna por mi chiste fácil.
Otra carcajada. Otra que me contagia.
Omar es mi alumno de folklore y tiene síndrome de Down,
junto a otros ocho de similares capacidades me enseñan mientras aprenden. Tal
vez no me dé grandes logros artísticos, pero todos los martes de ocho a nueve
me pone el mundo al revés, me muestra el cielo en sus ojos, me convida con sus
carcajadas y junto a los demás me contagia de su felicidad y me hace envidiar
sanamente ese don hermoso de amar sin inhibiciones.
No tengo mucho más para pedir… El resto es humo.
Gran subtítulo. Paso de verlo en oblogo. Un saludito.
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