Cuando me siento mal cambio BRONCA por BRANCA y todo pasa a ser un problema gramatical.

miércoles, 18 de enero de 2012

Historias ínfimas - La vida en Samuel


Samuel era el nombre del primer vagabundo que llegó a la vertiente. A decir verdad la vertiente no era gran cosa, solo unos tantos litros por día de agua algo turbia, pero era mucho más de lo que Samuel y los que después llegaron tenían.
Creo que fue por unanimidad que se fundó el pueblo bajo el nombre de aquel primer iluminado - por así llamarle -, y fue la fiesta fundacional más deprimente a la que todos los allí presentes habían asistido: Pocas palabras de un fundador ya agonizante, víctima de una terrible intoxicación con plomo (tal vez proveniente de la vertiente), y un brindis con esa agua casi oscura en la que flotaban diminutas - o al menos pequeñas - partículas negras que de a poco se iban acomodando en el fondo del baso plástico de Mc Donals (más tarde descubrimos que la forma de evitar que se vieran las partículas era brindar a fondo blanco, para no darles tiempo a acomodarse).


La población de Samuel no podía tener otro destino que el de todos sus antecesores, comenzando por el de su fundador. Era difícil cambiar el hecho de que todos éramos vagabundos venidos del patio trasero de algún otro pueblo vecino - o no tanto -, pero al menos éramos todos iguales y a la hora de compararnos  no se nos caía el ánimo por ver a alguno más exitoso que nosotros. Además la hipocresía era tal - quizá porque la hipocresía es hija predilecta de la ignorancia -, que a nadie se le ocurría ir a un pueblo vecino para tener otro punto de comparación.

En casa éramos diez: la abuela, a la que el título le había sido dado por el simple hecho de ser la más arrugada y machacada por el tiempo; mi madre, que era la única que tenía la certeza de pertenecer por completo a la familia; el señor al que le decíamos papá, aunque él solo lo era de mi último hermano; y nosotros, los siete hijos (cinco mujeres y dos varones) entre los que había un par que más tarde descubrimos como colados en un ataque de sinceridad de mamá que nos contó que en realidad los robó en un hospital pero nadie quiso pagar el rescate ni adoptarlos, por lo que tuvo que quedárselos. Mi vieja era así: una moral de fierro y una bondad incomparable a la del pan.

Papá, o como se llamase ese señor, era el encargado de traer el pan a la mesa, y lo traía de vez en vez, cuando llegaba tarde y el bar estaba cerrado, solo entonces pasaba por la panadería (por suerte no tenía cultura del ahorro y no se guardaba la plata para gastarla al día siguiente en el bar). Trabajaba en varios lugares, o más bien en todos, juntando lo que a otros les molestaba, pero su fuerte era el basural de la ciudad vecina de Johan (que del vamos tenía nombre de clase alta). Allí terminaba todo el desperdicio de la gente del pueblo, y para nosotros ese desperdicio nos salvaba el día, por suerte el mundo es sabio y se encarga de la distribución: están los que arrojan la basura que genera su buen pasar por este mundo, y estamos los que hurgamos en ella para lograr seguir en el.

Mamá se la llevaba fácil: no lavaba la ropa porque era feo para el vecindario vernos desnuditos mientras ella fregaba nuestras prendas, y cocinar le tocaba de vez en cuando ya que por lo general (y por suerte para ella) la gente de Johan tiraba la comida ya cocida. El tema de los platos era fácil: cada uno lamía los restos del cartón que le había tocado y lo devolvía lustroso al carrito de Carmen - la mayor - , que se dedicaba a la papelería, juntando y vendiendo por monedas el cartón que dejaban afuera los comerciantes del vecino pueblo de Pool (de una clase no tan alta como Johan, pero de equiparable altanería).

Eran solo dos en casa los que tenían permiso para salir del pueblo, ya que los burgueses acaudalados y las ancianas con camisones de seda de Johan y Pool habían decidido tapialar Samuel por dos motivos: para que las ratas no pasaran a sus calles  y para que las otras ratas, las que pasaban por sus calles en coches lujosos camino a la ciudad costera de Margareth (para que hacer alusión al nombre y clase social de este último pueblo) no vieran lo desarreglado de nuestros techos de chapa y la desfachatez de nuestras paredes de cartón.
Para cruzar el tapial y salir al exterior había dos formas: Papá - que era uno de los que salía - le dejaba revisar su costal al guardia y sacarse lo que más le guste; Carmen - un poco más inteligente - lo llevaba a un rincón y para distraerlo mientras pasaba su novio Cacho, le hacía (según sus palabras) una succión amistosa, no se muy bien lo que era eso, creo que mamá también se la hacía pero ella no quería salir del pueblo, decía que ese era su lugar en el mundo (aunque yo creo que en realidad no le apetecía demasiado la caminata). Lo cierto es que el guardia del tapial, al que le decíamos cariñosamente “el gordo Gonzalo”, terminaba el día chocho con su nueva adquisición del saco de papá y sus dos succiones correspondientes.

La abuela estaba complicada, vivía acostada y trascartón, según el medico que la había visto hace un año, si se negaba a comer (con lo difícil que resulta tal negativa en una casa en donde es la comida la que se niega a entrar) no quedaba otro remedio que suministrarle suero para que no fallezca (así le decía mamá al acto de estirar la pata, siempre tan delicada ella).

Dormíamos todos juntos en la única habitación de la casa, que también funcionaba como comedor (solo cuando era necesario). La situación de la abuela había empeorado y mamá, encariñada, había decidido empezar a vender nuestros calzados (comenzando por los de los hermanos mayores) para costear el suero que la mantenía respirando.
A mí, personalmente, cada vez me molestaba más la actitud de los pueblos vecinos, y cada vez tenía más miedo de que le llegara la hora a mis zapatos, con lo filosas que eran las piedras de las calles de Samuel.


Mi cama, o más bien el espacio en el que me acomodaba para dormir, quedaba al lado de la cama de la abuela y la manguera del suero me rozaba la oreja cuando ella se movía - aunque lo hacía cada vez menos -.
Tal vez fue la desesperación al ver que los próximos candidatos a ser malvendidos para comprar suero eran mis tristes mocasines negros, tal vez fue el cariño que en los seis años de uso les había tomado (a los cuatro los encontré en una bolsa). La manguera del suero volvió a molestarme, justo la siesta en la que no podía conciliar el sueño porque las gotas que condensaban en las chapas caían justo en mis pies y mojaban las telas harapientas que tenía como medias. Un escalofrío de bronca acumulada corrió por mis venas y fue derecho a mi mano que arrancó de un solo tirón la jeringa que unía el plástico con la vena ya morada de la abuela.
No sentí ningún remordimiento. Su último suspiro fue tan sordo que en casa demoraron en enterarse de la baja.

Esa fue mi primera muerte y no sentí absolutamente nada.

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Las relaciones comerciales son hermosas, fluyen como el agua en la vertiente de Samuel: A alguien le falta algo que otro necesita, y al otro le sobra lo que el primero anda buscando.
A mis vecinos les faltaba coraje y les sobraba moneda, yo vi el negocio y lo aproveché.
Utilicé las succiones gratuitas de mi madre al gordo Gonzalo para salir de Samuel y  ofrecer mis servicios en Johan y Pool.
Las demás muertes serían iguales, pero ya no serían gratuitas.

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