Crespo, 11 de
Septiembre de 2013.
Querida seño Mabel:
Hoy no es un día más, tal vez lo
sea para Usted, pero para mí no. Hoy es un día menos para mí y por eso le
escribo sin muchos preámbulos para contarle el porqué.
Lo recuerdo
como si fuera hoy. Usted estaba ahí seño, majestuosa, magnífica, blanca. Yo,
codo en pupitre y manos que sostenían mi enorme cabeza pesada de lunes, la
miraba boquiabierta con un hilo de moco llegando a mis labios. Si alguien me
anticipaba que iba a encontrarme con usted en mi primer día de clases, tal vez
no hubiera pataleado y gritado todo el fin de semana intentando no empezar el
primer grado.
Se paró
frente al aula, hizo un sondeo de las nuevas caras y se detuvo en mí. Mi corazón
también se detuvo. Esas dos bolitas tinqueras azules que tenía de ojos me
miraban, y yo con el corazón en la boca no podía sostener la mirada. Apurada
taconeó elegante hasta mi lugar, a fuerza de cuclillas se puso a mi altura
mientras yo seguía esquivando sus ojos, que ahora parecían bolillones. Su sonrisa inmutable
terminó de convencerme de que Usted no era humana, era como un ser de otro
mundo. No un extraterrestre, eso no, cuando digo extraterrestre las palabras
que me vienen a la cabeza son verde, y miedo; y usted hacía dar vueltas en mi
cabeza palabras como blanco, luz y suave. Un ser de otro mundo, pero no
extraterrestre, más bien angelical.
Mientras
aplastaba tiernamente con su mano izquierda mis mejillas –haciéndome parecer
aún más cachetón– con la derecha sacaba del bolsillo de su traje de ángel un
pañuelo. Yo, que hasta el momento no me había percatado de la gota verde claro
que a costa de la gravedad buscaba entrar en mi boca, me puse de todos colores cuando
entendí que vino hasta mi lugar sólo para sonarme los mocos. Igualmente, el
color de mis cachetes dejó de importarme, después de que soplé en su pañuelo,
se acercó a mi oído y me dijo muy suave y en secreto <<no importa>> y mientras se
incorporaba para seguir con la clase, casi por accidente, me dejó un beso justo
a mitad de camino entre la comisura de mis labios y mi mejilla. Me derretí.
En primer
grado no tenía idea de lo que era estar en transe, pero si lo hubiera sabido,
lo habría definido de esa forma. Quedé en transe. Ya no colgaba un hilo
pegajoso desde mi nariz, pero ahora una gota de saliva intentaba escapar desde
un costado de mi boca abierta.
Me enamoré, seño,
y ni siquiera lo sabía. Esas cosas no se aprenden en primero. Un chico de seis
años no define sus estados de ánimo, pero ahora, a la distancia, entiendo que
así fue: fue amor. El tímido, sagrado y desenfrenado amor de un chico de
primero.
Mi vida
cambió, la percepción del mundo que me rodeaba cambió. Ya nada volvió a ser
igual. De repente comencé a sentarme en primera fila, a hacer todas mis tareas
(es que el amor te hace hacer cosas tontas). Era el que más atención prestaba,
y usted lo recalcaba para toda la clase, sin saber, que mi atención no estaba
puesta en San Martín, Belgrano, dos más dos o la letra hache; mi atención sólo
estaba en usted, en su persona, en su aura, en su pelo de un marrón de faber castell que caía sobre sus hombros
y descansaba en su pecho, en sus rodillas delicadas que se cruzaban debajo del
escritorio, en sus manos blancas de tiza que me señalaban con dedos esbeltos el
error en mi cuaderno.
Ya nada
volvió a ser igual, y después del amor uno empieza a hacerse hombre,
inconscientemente, y eso le parece lo más hermoso que le puede pasar en la
vida. Las mariposas y las cosquillas se apoderaron de mi estómago, la noche
dejó de asustarme con su oscuridad, ahora disfrutaba buscando entre las
estrellas la luz de sus ojos. Me encontraba en un estado de bien estar continuo. Pero ya
es sabido que lo bueno dura poco, sólo que a los seis resulta casi imposible
entenderlo.
El amor es
así. Todo es color de rosas y la vida te sonríe hasta que la primera piedra
aparece en el camino para que habiendo uno dado sus primeros pasos en el campo
del querer, llegue al abruptamente al final de la lección.
El pupitre me
sostenía el codo, el codo la mano y la mano la cabeza. Así la contemplaba,
rogando que el timbre no sonara. De repente noté cómo su piel cambiaba a un
color rojo crayón a la vez que sus ojos pispiaban de refilón la ventana del
aula.
En el cordón
de la vereda una moto negra sostenía un cuerpo que a su vez sostenía una
campera de cuero y una cabeza de la que
intentaban volarse un embrollo de mechas negras que al ritmo de un ventarrón
bailaban fofas, sucias, sin sentido. Usted saludó disimuladamente con su mano y
el gilún peludo, con muy poco decoro, le devolvió el gesto. Por largo rato
intenté convencerme de que se trataba de su hermano o un primo, pero no, era
imposible que un garabato así tuviera relación sanguínea alguna con un ser tan angelical
como usted.
Faltaban
cinco para la hora, y fueron los minutos más infernales de mi corta vida. El
aire salía con furia por mi nariz y mi boca, mis músculos se tensaban y mi cara
se arrugaba para contener las lágrimas de bronca. Las mariposas se prendieron
fuego en mi estómago y las cosquillas pasaron a sentirse como rasguños, como
yagas abiertas sangrando en mi interior.
Y así, de
golpe, al igual que el timbre que anuncia el fin de la jornada escolar, todo
terminó.
Y dolió, vaya
si dolió.
A mamá le dije
que mis compañeros me pegaban y que por eso volvía día a día llorando. Terminó
por cambiarme de escuela. Mi psicóloga le dijo que lo mejor era alejarme y así
lo hizo, creyendo que el problema eran mis compañeros. Me alejé de ellos y de
mi infancia sólo para alejarme de usted.
El tiempo cura las heridas pero el recuerdo
queda. Me sentí traicionado, estafado, agraviado. Usted inconscientemente se
dedicó a crear en mí un sentimiento que desconocía y ¿para qué? Sólo para que
después de verla subir al desparpajo que su cuasi hombre tenía como moto, respirar
me doliera un poco más; para que cada latido de mi corazón sea un hachazo
corriendo por mis venas; para que de por vida ,al recordarla, recordara lo
triste, inútil y vano de mi desdichado existir.
Mi niñez de
soldaditos de plomo y pistoleros se truncó por largas noches de whiskys baratos
y cigarros de hoja canson. Así me hice hombre, a la fuerza. La vida complotó
con usted y juntas me sacaron de la infancia y me exiliaron con orejas de burro
al rincón de los castigados.
Con usted no
aprendí nada, pero fue mi mejor maestra. La lección, la perversa lección que me
dejó, aún hoy condiciona y rige mi
actuar cotidiano.
Si algo bueno
me está por suceder, me alejo, huyo y me escondo cobardemente, para evitar lo
que viene después, lo inevitable, el
despecho, el desengaño.
Por eso hoy,
que para Usted es un día más, para mí es un día menos. Un día menos de
sufrimiento, de espera, de tedio y agonía por esta vida que no pasa, que no
termina de pasar. Un período menos de tiempo, esa maldita sucesión de segundos interminables.
Un día menos de este camino a la nada que sospecho, algún día, llegará a su fin.
Espero que
entienda mi desdicha. Espero sepa aceptar su parte de culpa.
Ahora
quisiera despedirme, comencé ésta carta con la idea de desearle un feliz día del
maestro, espero no haberlo arruinado.
Feliz día
Seño!!!
Con cariño.
Pablito.
P/D.:
Disculpe la letra, aún no domino este arte de escribir con camisa de fuerza.
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