Él es el único acreedor de sus
miradas más tiernas. Ella es la única sonrisa que él quiere ver cada día al
despertar.
Ahora ella lo ve entrar por su
patio con el cejo entre confundido y preocupado. Cuando él la ve en la ventana
levanta un brazo torpemente como para saludarla y dejarla tranquila. Ella por
instinto –aunque no parezca precisar ayuda– sale a su encuentro y lo abraza
mientras con sus habilidades mayéuticas averigua qué es lo que pasa, porqué él
llega más temprano hoy a casa.
Mientras María llama al remís
para ir a la clínica, su mano tiembla e intenta que su voz no se entrecorte, no
quiere evidenciar ante Eduardo que el miedo le anuda la garganta, sabe que para
él es muy importante verla tranquila en estas situaciones. Un dolor de cabeza
no es mucho –ni siquiera es un cuadro
para ir al médico pero con Eduardo la cosa es diferente, su historial no le
permite pasar por alto cualquier síntoma, por pequeño que sea y, trascartón, según él le cuenta, el dolor
aumenta.
Mucho más rápido que el dolor,
aumenta la preocupación de María que de a poco evidencia su falta de dote actoral poniendo en su
rostro esa sonrisa de cotillón que Eduardo reconoce en estas ocasiones pero no
dice nada, hace como si se estuviera creyendo la pésima actuación para no
preocuparla más.
María corta el teléfono y empieza
a caminar por la casa juntando cosas. No tiene mucho para llevar, pero la
acción de caminar rápido le ayuda a disimular el temblequeo involuntario de sus
piernas. Mientras ella llena el bolso, Eduardo le recuerda que sólo van a una
guardia e intenta romper la tensión diciéndole que el ropero tal vez no le
entre en el remís, a María le dan ganas de azotarle por la cabeza la almohada
que ahora intenta meter al bolso, pero sigue en su papel de maestra de jardín
sonriente y tranquila. Después de todo, que Eduardo le haga ese tipo de chistes
significa que está –a pesar del susto– bien.
De camino a la clínica lo toma de
la mano, él la mira y le sonríe para tranquilizarla. Él es mucho mejor que ella
a la hora de disimular los miedos y además, después de haber salido airoso hace
un año atrás, siente que vive un poco de prestado y encuentra a estas
situaciones menos angustiantes que antes.
Ambos sienten como si estuvieran
conteniendo un grito imposible en sus pulmones, un nudo en sus gargantas los
obliga a hablar poco y pausado. Ambos se empeñan en que el otro no imagine la
angustia que están pasando, pero ambos fracasan en el intento.
En la sala de espera, todavía de
la mano, María siente el calor de Eduardo que se transmite a su palma y eso la
calma un poco, la humedad de las dos manos latiendo y sudando es signo de que
él todavía está ahí. Sienten como una fuerza especial en sus manos tomadas,
distinta de otras tantas veces en que se tomaron la mano. Entonces como por
acto reflejo María le aprieta aún más la palma como aferrándose y Eduardo la
mira con un gesto irónico que a ella por lo general la exaspera, pero hoy le
saca una sonrisa.
–Me
vas a quebrar los dedos– dice mientras mira al hombre que espera frente suyo
como buscando un cómplice para su gracia –vine con dolor de cabeza y me voy a
ir con la mano enyesada.
Es una de las cosas de Eduardo
que enamoran a María, su capacidad de sacar un As de la manga justo cuando nadie lo espera, justo cuando la
situación no lo amerita y justo cuando ella más lo necesita.
María pierde un poco la calma
–sin perder la compostura– cada vez que le habla a Eduardo y él no la registra,
queda inmóvil mirando la pared. Entonces sacude un poco su mano para que la mire
y cuando lo hace parece que volviera de un sueño raro. La mira extrañado, como
si le costara la realidad, como si por momentos se olvidara de que María lo
sacude porque le preocupa, porque lo quiere despierto. Hace un esfuerzo para
prestar atención a su entorno, para no volver a su sueño. Mueve los pies,
siempre mueve los pies cuando espera y si bien a María generalmente le molesta
que lo haga, en este momento ama ese movimiento nervioso y compulsivo, pues le
da la seguridad de que sigue despierto.
El apellido de Eduardo se escucha
desde el consultorio y a María le vuelve el alma al cuerpo, por fin lo van a
atender y eso la calma. Como todo familiar de paciente, quiere pensar que al
entrar al consultorio se terminarán sus problemas. Ignora que a veces las
soluciones tardan en llegar y que los médicos no siempre tienen la cura a todos
los problemas, pero lo ignora casi conscientemente, porque ignorarlo le da
esperanza y le devuelve la tranquilidad.
_ _ _ _
Para cuando salen del consultorio
ya dejaron de ocultar sus preocupaciones, ahora las evidencian a flor de piel.
Ella mira tensa a su alrededor como buscando a alguien y él la atosiga con
preguntas poniéndola aún más nerviosa por no saber qué contestarle. La
incertidumbre es la misma que hace media hora, pero ahora saben que el primer
intento en la guardia fue en vano. A pesar de la explicación detallada punto a
punto de la historia clínica de Eduardo que María le hizo a la doctora, la
diplomada insistió en que sólo era presión y le indicó un medicamento y reposo
domiciliario, cómo si 10 mg de maleato de enalprina y una siesta a contra hora
fueran a evitar los viajes a la nada que Eduardo hace, ahora cada vez más
seguido.
Él se sienta en el primer banco
que encuentra. Apoya los codos en sus piernas y con las manos sostiene su
cabeza. Mira las baldosas como buscando una respuesta, su vista se pierde en el
piso encerado, sus latidos retumban cada vez más fuerte en su cabeza, parece
que su corazón se hubiera mudado a su cerebro y latiera rápido, turbando sus
pensamientos.
Por el pasillo que da al hall de
entrada, un guardapolvo blanco –demasiado grande para la silueta esbelta que
cubre– se abre paso entre pacientes y camillas. María mira con ojos aún
incrédulos, por fin el destino le tira un centro directo a la cabeza. El doctor
que acertó el diagnóstico la primera vez y siguió de cerca el caso, está
llegando a su consultorio.
Dejando de lado su educación,
María levanta una mano y grita llamándolo por su nombre –sabe que si le grita <doctor > tal vez no reciba demasiada
atención–. Cuando el médico ve la cara de María y la figura de Eduardo sentado
detrás de ella mirando el suelo, imagina lo peor.
_ _ _ _
La tomografía confirma lo que las
pupilas dilatadas insinuaban. Tras un año de buenos resultados, lo más temido
vuelve a aparecer, ahora en su cabeza.
María está desorientada, su vida
está ahora en terapia y depende de los medicamentos que controlan la presión en
su cabeza. Ellos deciden, o se arriesgan ya y aceptan la operación de urgencia,
o esperan a segundas y terceras opiniones mientras sus vidas siguen dependiendo
de fármacos que sólo retardan lo inevitable. Ellos eligen, es lo urgente contra
lo incierto, tirar los dados hoy o dentro de unos días.
Ella toma nuevamente sus manos,
el está recostado y ella parada a su lado. Se inclina para contarle en voz baja
las opciones. Eduardo la queda mirando un rato largo y sus ojos se inundan
cuando ve las lágrimas bajar por el rostro de María, nunca quiso verla sufrir
por él, no se aguanta verla sufrir por él, no le parece justo, pero es así. Él
aprieta sus manos sobre las de ella y con ojos empapados toman su decisión,
casi no hacen falta palabras para hacerlo.
_ _ _ _
Ahora Eduardo está acostado en la
camilla con una bata verde claro que le cubre el cuerpo hasta las rodillas, le
da un poco de pudor que la gente que pasa por el pasillo lo vea así. Las
enfermeras ajustan los últimos detalles. María le sostiene la mano hasta que la
camilla empieza a moverse, Eduardo la toma fuerte como intentando llevársela
con él; ella –contra su voluntad– hace fuerza para soltarse y entonces sus
palmas comienzan a separarse en una caricia que les parece eterna, hasta que
las yemas de sus dedos dejan de rozarse. Se miran a la distancia mientras la
camilla se aleja por el pasillo.
Ella no sabe si lo volverá a ver,
él no sabe si saldrá con los ojos abiertos.
Ninguno de los dos sabe qué va a
pasar pero confían, y mucho. Confían sus vidas. No al doctor, no al anestesista
ni al instrumentista y ni siquiera al director de la clínica, saben que de
ellos no depende tanto la cosa. Confían mucho más allá, mucho más alto. Confían
en quien siempre confiaron, El que los encontró, El que los acompañó hace un
año, El que hasta hace un rato tomaba también sus manos en la sala de espera
entibiándolas, El mismo que ahora pone su mano en la frente de Eduardo mientras
viaja en su camilla, el mismo que ahora abraza por el hombro a María en actitud
paterna. <<Todo va a estar
bien>>, les dice al oído y
entonces los dos a la distancia se sonríen justo antes de que la camilla de
Eduardo doble en el pasillo para entrar a cirugía y un enfermero se lleve a
María a la administración para llenar los formularios.
<<Todo va a
estar bien>>.
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