Despertar no es una opción. Voy a
seguir aguantando. No puedo darme el lujo de abrir los ojos ahora, cuando al
menos en sueños, Martina me mira y sonríe
mientras deja que le acomode el pelo detrás de la oreja para que no estorbe
entre nuestros labios. Imposible, no hay
otra opción que seguir dormido a la fuerza y forzar el sueño también.
Martina me tiene loco, jamás me dirige
la palabra y yo se que lo hace adrede porque sabe que me tiene colgadito de un
hilo muy fino y que el más mínimo detalle
de su parte algún día me animará a decirle todo en la cara, y eso, justamente
eso es lo que ella busca con su indiferencia. Nunca me miró directamente a los
ojos pero sé que está continuamente viéndome, lo presiento, todos presentimos
cuando nos observan, y más si la que observa es Martina con esos ojitos entre
tímidos y picarescos. Por eso no es una opción despertarme, al menos en sueños
la veo directo a los ojos, y no sólo eso, además estamos en contacto: yo la
tengo tomada de la cintura con el brazo izquierdo, y con la mano derecha (que
es la más delicada para moverse) le acaricio sus mejillas y le sigo acomodando
el rulo que para nada quiere quedarse detrás
de la oreja: parece que está empeñado en molestar mientras rozo sus labios de
frutilla.
Siento su respiración. Dormido
siento su respiración suave cerca de mi nariz y dormido me hace estremecer su
aliento delicioso (jamás pensé que en sueños podía percibir olores). Siento que el ambiente debajo de mis sabanas
está aumentando de temperatura y un pinchazo caliente en la vejiga me dificulta
el trabajo de seguir dormido. Doy vuelta en la cama con cuidado, el más mínimo
movimiento brusco sería capaz de sacarme del liviano sueño en que ahora me
encuentro, y ya lo dije y lo repito: despertar no es una opción, no hoy, no con
Martina en mis brazos y su respiración empañándome los anteojos.
Marti. Marti le dice el estúpido de mi vecino, y me resuena en el
sueño, como si la estuviera llamando, como si no le bastara con ser mi verdugo
real, ahora también mete bocado mientras duermo. Marti le dice el muy imbécil,
como si fuera la cebra de Madagascar. No se puede ser tan gil de abreviar su
nombre, su nombre no se abrevia, porque la misma Martina es imposible de
abreviar, imposible de resumir. Ella debe saberlo, porque a diferencia de ayer,
hace oídos sordos y sigue mirándome y respirando a mi lado. Sabe que es mi
sueño, y en mi sueño se hace lo que yo quiero.
Ahora la punzada se hace más
fuerte, casi insoportable. Es inminente despertar y bajar al baño. Pienso en mi
segunda opción: bajar con los ojos entrecerrados, mear de sentado para no tener
que abrir los ojos cuidando de no salpicar la tapa, subir con los ojos en el
mismo estado de semi somnolencia y volver a la cama a comprobar la teoría esa
de que los sueños se retoman. Tiene que funcionar, debe funcionar, es vital que
funcione: la otra opción sería quedarme en la cama a riesgo seguro de mojar el
colchón y volver a ser el chiste del barrio sacando el mamotreto de lana al
frente de casa para que se seque, con el corito de mi vieja de fondo rematando
la escena: ¡Otra vez lo mojaste! ¡Con lo
que cuesta secar la lana! Eso no puede volver a pasar, al menos no ahora
que ya sé cómo de hombre me veo con Martina entre los brazos. Imposible que
vuelva a pasar, tengo que bajar al baño.
Martina se esfuma como una imagen
proyectada en el humo del Parisien de papá, ese humo denso que no quiere
dispersarse.
Bajo sin abrir los ojos, el
camino ya me lo sé: sólo tengo que tantear hasta la puerta y de ahí dos pasos
hasta el pié de la escalera, después uno a uno bajar los escalones apoyando el
talón en la parte trasera de cada uno para cuidar de no bajar dos de un paso,
eso podría terminar en catástrofe con mi cuerpo tirado al pié de la escalera,
mi vieja gritando y yo ya despierto y con ganas de morir por haber perdido a
Martina de entre mis brazos.
Ya la tengo clara, diría que soy
experto en bajar sin mirar, el año pasado uno de mis pasatiempos era hacerme el
ciego y andar por la casa, – cosas de
chicos – decía mi vieja. Ahora a los diez ya no se me da por esos juegos, ya
estoy más grande y Martina no se fijaría en un defectuoso mental que se hace el
ciego. Ya soy un tipo serio.
La cosa está cocinada, ya estoy
en el baño y sigo sin despertar del todo: un éxito. Sólo queda mear y subir a
ciegas (que es mucho más fácil que bajar).
¡Qué alivió! No debería haber
tomado tanto jugo anoche, por algo papá me retó. De a poco siento cómo me vacío, ¡se siente tan
bien! Pero hay algo raro, no siento el ruido del chorro a presión golpeando el
agua del inodoro, ¿será que está sin agua? Un calor húmedo avanza sobre mi
cuarto derecho: recuerdo haber estado acostado de ese lado. La cosa se pone
turbia, ¡no entiendo! ¿Qué pasó?
Despierto de un salto con la
desilusión más grande de mi vida, mientras
mi ropa se empapa y empapa la lana del colchón. No voy a volver a ver a Martina
de frente, menos cuando mañana me vea sacar el colchón con mi vieja a los
gritos por atrás. Tengo que dejar de ilusionarme: no soy digno de ella. Tal vez
el inútil que le dice Marti sí lo sea, seguro lo es. Marti, sigo pensando en Madagascar y me resulta una infamia
compararla con una cebra. Pero tal vez él sí sea digno, o al menos duerma seco,
con eso ya alcanza.
Me vuelvo a dormir. Mañana será
otro día de perdedor y volveré a sentir el peso de la vergüenza – y del colchón,
que no es para nada liviano -.
Sólo una opción queda ahora:
dormir con la ilusión de que ésta haya sido la peor de mis pesadillas.
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